HABLAR
Un
hombre está arrodillado en un confesionario. Acaba de llegar a la ciudad, la
meta de su camino. Lleva caminando días y días. Fuera de su casa, cansado, está
confundido, como si su mundo se hubiera venido abajo. Se ha dejado crecer la
barba, él que siempre ha ido bien afeitado. Sin embargo, sí se ha cortado el
pelo. A él, que siempre ha ido bien peinado, su cabello largo ahora le
molestaba. Por el contrario, la barba que le crecía, ahora le gustaba. Todo
eran cambios.
El
cambio físico es indudable también en su cuerpo. Está más delgado, es más ágil,
parece más atlético. ¡Lógico, ha caminado tanto! Ha sufrido contra el viento,
la lluvia y la soledad.
Arrodillado
ahora, antes ha estado un buen rato sentado en un banco, en la nave central de
la inmensa catedral. Se ha quedado allí mirando la luz que entra por las
ventanas, a través de los cristales de los laterales. Y se ha puesto a pensar
en silencio. Le han asaltado las ideas, los pensamientos, las emociones. Y no
ha podido quedarse quieto. Necesita hablar, contar, expresar. Mira a su
alrededor, no hay nadie a quien pueda confesar lo que siente. No conoce a nadie
aquí, es un recién llegado, ningún rostro de los que pasan cerca le resulta
conocido.
Buscando
una mirada cómplice, ve el confesionario libre y no puede resistirse, se lanza
a él. Tan rápido que tropieza con el banco. Ahora que cree ver iluminado el pequeño
hueco en el interior tras la celosía, no se le escapará la oportunidad de
hablarle a quien esté al otro lado, seguro de que su oyente le escuchará con
atención. No le quedará más remedio. Se arrodillará y empezará a contar, sin
pedir permiso.
Arrodillado,
¿qué quiere decir? ¿Qué necesita contar? No es nada en concreto, nada
importante, nada en particular. Ni grandes pecados, ni, por supuesto, delitos,
ni tampoco pequeñas faltas. Sólo quiere ser escuchado. Quiere que alguien le
dedique toda su atención, encontrarse con alguien que esté dispuesto a
comprenderle.
El
hombre habla y habla. Cuenta lo que le ha pasado todos estos días, mientras
caminaba. Cuenta acerca de la gente que se ha encontrado, las conversaciones
que ha tenido, la sorpresa que se ha llevado al oírse a sí mismo decir a un
extraño ciertas cosas. Ha hablado, sin querer, de felicidad perdida, de deseos
frustrados. Se lo ha dicho a otros cuando, antes, nunca se había parado ni
siquiera a pensar en ello.
Pero
¿qué quiere realmente? ¿Qué es lo que quiere ahora, ahora que ya ha hablado? No
ayer, ni hace un mes, o un año. ¿Qué quiere realmente?
“Quiero
que me escuchen, por eso hablo. Perdona, señor, mis pecados. Adiós”
El
hombre se levanta. Le sorprende el silencio desde el otro lado de la rejilla.
¿No hay absolución? De pie, se fija en el cartel.
Cerrado.
Confesiones a partir de las 7.
Son
las seis y media. Parece que nadie le ha escuchado. Y entonces, ¿con quién ha
hablado tanto? ¿Quién ha oído sus palabras? No puede creerlo. Porque, mientras
hablaba, le parecía que, alguien, desde lo lejos, desde la oscuridad que ahora
ve en el interior del cuerpo de madera, asentía a todo lo que él iba diciendo.
¿Habló,
entonces, con Dios? No, sin duda, no cree que sea eso. Dios no estará ahí para
oír sus batallitas. El hombre se dio cuenta de repente: habló consigo mismo.
El
hombre sale a la calle. La tarde se ha iluminado, el sol ha salido de entre las
nubes. La lluvia ha parado y la luz reina ahora. Tiene toda la tarde por
delante para respirar un poco al aire libre. Paseará por las calles, mirará las
casas antiguas, las ventanas con balcones, los …
-Pero,
qué caray, mira quien viene hacia aquí
-¡Hola!
-Hola.
¡Has llegado!
-Sí,
conseguí llegar. Creía que no, pero sí, he llegado.
-Yo
he entrado ya en la catedral. Yo, ¡totalmente un demonio! ¡Hasta me he
confesado… sin un cura!
-¡Ja! Yo voy a
entrar ahora. Salgo en un momento. Espérame. Que salgo y hablamos. ¡Tengo tanto
que contarte!
-Sí.
Hablamos.

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