Si pienso en una mañana de verano, siento
algo como una promesa de un día nuevo, presintiendo ya la alegría que vendrá. Algo
necesario como un sorbo de agua en un día de calor, y como el calor del fuego
en un invierno lejano. Algo como el bocado del pan fresco, como el olor del
buen caldo, como la brisa al lado del mar.
Algo que suena como las voces de
los niños jugando en la calle, como la letra de la canción que se cuela una y
otra vez. Algo que estremece como el frío del agua salada en la piel.
Sorprendente e inesperado como el
paisaje a través de la ventanilla, algo siempre nuevo como las caras sonrientes
que saludan al pasar.
Como el color verde, el rojo y el
azul. Exactamente así, de esta manera, como son la esperanza, la intensidad
y, por fin, la calma.
Al despertar en una nueva mañana de verano uno se siente aliviado, como el hombro cansado del caminante que deja la bolsa y se sienta en la hierba a ver el
horizonte, animado como quien ve la luz de la ventana de la casa que aparece al fin
del camino en una noche de lluvia.
La mañana de verano puede ser también algo como hoy, la tarde del martes, a golpe de noviembre.

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